¿Sigue siendo la moda un lujo o ya es una estrategia de supervivencia?
Vestirse cuesta más: cómo la inflación redefine las reglas del juego en la industria de la moda
Por Jale Woods – Editor en Jefe
La moda, como fenómeno cultural y económico, siempre ha estado profundamente ligada a los vaivenes del mundo. Pero hoy más que nunca, la inflación —ese fantasma persistente que recorre las economías globales— empieza a dejar marcas visibles en nuestras decisiones de consumo, en los ciclos de las colecciones y, por supuesto, en la percepción del lujo, la calidad y el deseo.
No se trata únicamente de que un vestido cueste más. Se trata de cómo esa subida de precios reconfigura el acceso, altera la cadena de producción, cambia las prioridades del consumidor y fuerza a los diseñadores a repensar todo: desde materiales hasta métodos de presentación.
No es la primera vez que la moda se ve sacudida por una crisis económica. Basta mirar los años 70 y su estética austera post crisis del petróleo, o la era minimalista de los 90 tras la recesión global. Sin embargo, la diferencia en esta ocasión es la velocidad con la que se siente el impacto. El mercado actual —hiperconectado, globalizado y presionado por expectativas de inmediatez— no tiene el mismo margen de maniobra.
La inflación incide directamente en el costo de las materias primas, transporte, manufactura y distribución. En América, marcas emergentes que dependían de proveedores internacionales ven cómo sus presupuestos se duplican mientras sus consumidores ajustan sus prioridades. Los bolsillos se aprietan y el lujo empieza a parecer no solo inalcanzable, sino irrelevante para muchos.
Una consecuencia preocupante es la brecha creciente entre quienes pueden permitirse invertir en moda como expresión personal y quienes solo pueden verla como necesidad básica. La democratización de la moda que prometieron las redes sociales y el fast fashion empieza a verse erosionada por un escenario donde el costo de una camiseta básica puede superar el salario diario de una persona.
En este panorama, el consumo se vuelve más consciente, sí, pero también más selectivo. Se revaloriza la calidad sobre la cantidad, el diseño atemporal sobre la tendencia efímera. Las piezas que antes eran consideradas de lujo ahora se justifican como inversiones duraderas. Sin embargo, esta nueva lógica de consumo no es necesariamente accesible para todos.
Los diseñadores también viven esta tensión. Algunos apuestan por colecciones más pequeñas y sostenibles. Otros optan por eliminar intermediarios y vender directamente al consumidor. En ambos casos, la creatividad no se detiene; se transforma. Y ahí radica quizás una de las oportunidades más claras: obligar a la industria a romper con estructuras obsoletas y a encontrar nuevas formas de conectar con sus públicos.
Las presentaciones digitales, los talleres de upcycling, la economía circular y el diseño consciente ya no son alternativas experimentales: son estrategias de supervivencia. Y en este contexto, los diseñadores que mejor se adaptan no son necesariamente los más grandes, sino los más ágiles, los que comprenden que la moda también es una lectura del presente.
Hablar de inflación no es solo hablar de porcentajes. Es hablar de decisiones: de qué compramos, de quién lo hace, de cómo lo lleva y de por qué sigue importando. La moda, en medio de esta crisis, continúa siendo un espejo de nuestras aspiraciones y contradicciones. Pero también una herramienta de resistencia, de reformulación y, por qué no, de esperanza.
Hoy más que nunca, vestirnos es un acto político y económico. Y entender las fuerzas que moldean ese acto nos permite también repensar nuestro rol dentro de esta industria que, aunque golpeada, nunca deja de reinventarse.



